Momento previo a la partida


Y mientras me mirás voy guardando las cosas desparramadas de mi cartera. Ese desorden que despliego al llegar a nuestra habitación con tanto afuera entre mi ropa. Vos, ya adelantaste todo en pocos pasos y estás casi listo y te queda tiempo para prenderte ese cigarrillo final de cuarto. Me mirás de reojo. Hay tiempo pero yo no lo sé. Tu alistamiento me apura y ni siquiera podés sospechar el esfuerzo enorme para que cada movimiento parezca normal, habitual, acostumbrado. Quisiera que todo eso ya estuviera hecho, pero sé también que es la excusa para que todo sea más durable. Me apuntás los olvidos, me obligás a revisar todo nuevamente, no es posible que nada se me quede o se perderá como esta misma tarde. Afuera quizás sea noche y yo casi prefiero que lo sea, para inundarme, para que se cierre y me abrace cuando esto sea recuerdo, en un rato más. Todo listo, la partida es inminente y necesaria, cualquier extensión en ese momento sería la misma ruina. Sostenés mi mano y me llevás, a todo mi peso de bolsos colgantes, a mis abrigos para mi siempre frí­o, mi tristeza de plomo y yo. Las pequeñas paradas son mi aliento. Me recupero de tanto viaje y me atrevo a mirarte, polaroids que coleccionaré para dentro de unos minutos. Atravesar la puerta es comenzar la recta final y a la vez algo separado, completamente diferente, otra época, otro tiempo. Al final de la calle está la noche y caminamos hacia ella, en un túnel. Por tramos tomás mi mano, y quisiera que nos perdiéramos. Que anduviéramos por laberintos de calles y recompensas de tiempo. Pero no. Mejor es así yéndonos, sumando una felicidad más, sabiendo que luego no quedará otra cosa que volver a vernos.

Miopía

Me volví­ suficientemente miope cuando me di cuenta de que lo que realmente tení­a que percibir era lo que estaba cercano. Esta revelación causó total impacto en mí y, agudizando aun más mi torpe visión, creí tener vedado la posibilidad de vislumbrar mundos lejanos. Debía estar suficientemente cerca, de otra manera, el universo se presentaba teñido por nebulosos contrastes, por anieblados planos y difuminados relieves. Inasequible, inaccesible. Todo esto ocurrió hasta la espléndida mañana que desperté con la certeza de que aquello me habí­a sido regalado como una magnífica imposición: El movimiento. Una vez más debería atravesar la noche que lleva al alba para poder, al menos, ver a la par de otros. O solo ver. Necesitaba acercarme, involucrarme y eso, ahora, era simplemente estupendo. Los días que vinieron luego fueron como mares embravecidos, travesías de sensaciones que se convertí­an en sentimientos, que me dejaban cicatrices, que me hacían crecer maravillosamente. El mundo era una inmensidad de palabras siempre contrastantes con el mismo movimiento, el mismo hacer. Sumaba y restaba extrañas constataciones intentando hacer de eso una lógica. Pequeña y gigante. Ingenua y vidente. Y lentamente algo de todo aquello fue tomando una forma. Al principio inasible, inexplicable, inentendible. Luego sabrí­a que eso era nada más que lo ajeno, lo extraño a mí­ y que solo era ese reconocimiento lo que crecí­a rodeándome. Los días pasaron. Todas las formas crecieron frente a mí, ante mi, casi para mi. Todo se realizó. La punta de mi pie se asoma por debajo del cobertor y siento el calor de la habitación y los dientes filosos y agudos de mi gata mordedora, todo al mismo tiempo, al mismo filo cortante que siento tu mano tocando una mujer, otra. Otra. Nunca habí­amos estado tan cerca. Nunca habí­a sido tan miope hasta este momento.